lunes, 17 de marzo de 2008

Imbecil

Abrí la ventana cuando el coche dobló la esquina. Era de noche. En la calle sólo se veían una o dos personas que volvían presurosas a sus casas después de una larga jornada de trabajo. El viento levantaba hojas secas.

Pasando por encima del cuerpo que yacía en el medio del cuarto me senté en la cama. Prendí un cigarrillo. No me cabía duda, el hombre estaba muerto. Parecía una mala copia de las miles de fotos de escenas de un crimen que había revisado durante mis años de servicio.

Era un hombre de mediana edad -entre 50 y 60 años-, corpulento y no muy alto. Sus brazos a los costados. Tenía una pierna extendida y la otra flexionada. Sus ojos abiertos miraban algún punto detrás mío. Del bolsillo trasero de su pantalón asomaba algo blanco.

Me levanté y lo agarré. Eran varios papeles arrugados y mal doblados. En uno gráficos, en otro formulas y los demás pintados con una escritura apretada, prolija y nerviosa.

Me volví a sentar en la cama y suspiré. Eso era todo. El resultado de meses de golpear puertas a vecinos asustados, dormir de a ratos en coches alquilados desayunando café frío.

Sentí a los lejos el ronroneo de un auto. La ventana se iluminó por un instante y sonaron sus frenos. Sus cuatro puertas se cerraron como disparos.

Me levanté y fui al baño. Prendí otro cigarrillo con la colilla con el que ya me quemaba los dedos.

Cuando salí y me apoyé en el marco de su puerta ya habían terminado las pisadas de retumbar en la escalera de madera.

Esperé.

La puerta se abrió lentamente. Detrás de ella un hombre con una 38 en la mano. Me dedicó una mirada mínima.

Afuera los sombreros de tres sombras negras, apenas iluminados por la vieja bombilla del pasillo.

Guardó su arma bajo el saco y se acercó al muerto. Le puso dos dedos en su cuello unos segundo y se incorporó.

--Llegaste tarde –me dijo.

--Si. Por unos minutos.

Miramos el cuerpo unos segundos.

--¿Encontraste algo?

Le alcance lo papeles.

--Seguro crees que esto demuestra tu teoría –me dijo con una sonrisa torcida.

--No falta nada. El infeliz dibujó gráficos, realizó estadísticas, desarrolló formulas de balística. Hizo un trabajo completo el pobre viejo.

Sus dedos rápidamente seguían pasando las hojas.

--Entonces se tira abajo la teoría del tirador único y las conclusiones de la comisión.

Ni me molesté en contestarle.

--Aquí hay nombres y fechas que involucran a Allen Dulles, a Edgar Hoover y al mismísimo Lyndon Johnson.

--Decime algo nuevo –le contesté--. Todo eso ya lo leí.

Se metió los papeles en el saco y se paró frente a mi inclinándose para poner su tosca cara a escasos centímetros de la mía.

---Te voy a decir algo nuevo, ya que lo pedís. Hoy voy a salvar tu vida. Para mi con 18 testigos muertos alcanza y sobra. No quiero agregarle a esa lista ni tu nombre, ni el mío, ni el de mi gente.

Me sacudí una pelusa imaginaria de mi viejo y arrugado saco.

Más tranquilo se acomodó el sombrero, se arregló la gabardina negra y se dirigió a la puerta.

--¿Y la verdad?, ¿la justicia?, ¿y los ideales? –le pregunté a su espalda.

--Imbecil –recibí por toda respuesta.

Me dejó un rato mirando la puerta cerrada.

El muerto seguía muerto.

Me senté en la cama y antes de irme le dedique mi último cigarrillo.

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