domingo, 25 de mayo de 2008

El amante

Me desperté. Tenía el cuerpo agarrotado y por centésima vez me reacomodé en el asiento del auto. A mi lado Arik, en la misma posición que tenía cuando me dormí, miraba fijamente el callejón delante nuestro. A mitad de cuadra una única lámpara se bamboleaba al ritmo del viento iluminando alternativamente los frentes de la casas de una y otra acera. En mi regazo una cámara réflex profesional con teleobjetivo. En algunos de mis bolsillos el pasaporte de algún país sudamericano del que –gracias a Dios- olvidé su nombre. En mi billetera una credencial de reportero de una importante cadena de noticias internacional y un poco de dinero local.

--¿Novedades? –pregunté.

Negó con la cabeza. Busqué el termo de café.

--¿Querés una taza?

--Está frío –contestó lacónico.

A mí no me importaba. Tomé dos.

A lo lejos, contra el cielo negro, una humareda blanca tapaba la luna.

--Otra vez bombardeos.

No me contestó.

Así era Arik. Leal, grande, tosco y de pocas palabras.

Hacía cinco días que habíamos desembarcado en una solitaria playa al sur de Beirut en una de esas típicas lanchas rápidas de goma que utilizan las unidades de comando de “jel haiam”. Cuando llegamos, Arik, a pesar de su tamaño, trepó ágilmente las dunas para alcanzar la ruta donde nos estaban esperando.

Las ordenes que había recibido en Jerusalén eran precisas: había que fotografiar a la persona que habitaba tras una puerta verde, en una callejuela del barrio armenio de Bourj Hammoud. Por qué o para qué no lo sabía y –ahora que lo pienso- creo que en el fondo tampoco me interesaba.

--Allí viene Dan para el cambio de guardia –dijo Arik.

Arik abrió lentamente la puerta y se fue caminando por el empedrado con las manos en los bolsillos y el termo vacío bajo el brazo.

Dan entró al coche. Era nervioso, delgado, moreno y de cejas anchas. Hasta esta oportunidad nunca habíamos trabajado juntos.

Me sirvió un vaso del café fuerte y dulce que traía en su bolso y me alcanzó un sándwich.

--¿Todo bien? –preguntó.

--Si --contesté.

Comimos en silencio. Lo único que me faltaba para completar la fiesta era un cigarrillo. Aunque sabía que no era conveniente, lo prendí inclinado entre mis piernas, con el encendedor del coche, para que no se viera desde afuera la luz de la brasa.

--¿Sos casado? –preguntó Dan.

Lo miré unos segundos a través del humo que salía de entre mis dedos. Aunque habíamos hablado en un par de oportunidades, lo personal de la pregunta me sorprendió. Me quede pensando que tal vez el muchacho necesitaba contar algo.

--Si –contesté.

--¿Tenés hijos?

--Dos, una de 12 años y otro de 10. ¿y vos?

--Estoy de novio –contestó mirando para otro lado –o estaba. No se.

Abrí una rendija de la ventanilla para que entre un poco de aire. A lo lejos sonaban las sirenas. En nuestra cuadra una señora mayor caminaba dificultosamente por la acera del lado de nuestro apostadero.

--Ella es casada –me dijo.

--Bueno –contesté –no creo que sea ni el primer caso ni el último.

--El marido conocía nuestra relación y en ese momento yo no sabía bien que hacer.

--¿Tenías miedo de lo que pudiera hacer?

--No se trata de eso, es mucho más complejo. Ella es la secretaria de mi estudio.

Recordé vagamente que me había contado que en Tel-Aviv dirigía una oficina que se ocupaba no se de que cosa.

--Nosotros hace tres años comenzamos una relación y de alguna manera el marido se enteró pero no dijo nada. Lo toleraba y hacía como que no pasaba nada. Inclusive en una oportunidad nos fuimos de vacaciones a Chipre un par de meses, prácticamente con el permiso de él.

La lámpara del callejón seguía balanceándose y la puerta verde seguía cerrado. La mujer había pasado lentamente a nuestro lado sin dirigirnos ni una mirada.

--Yo la quiero. Los meses que pasamos juntos fueron como un sueño. Yo venía de un mal matrimonio que terminó aún peor. No podía creer que pudiera llegar a ser tan feliz con una mujer.

Le ofrecí café. No quiso. Estaba como ausente. Me pregunté con quién realmente estaba hablando. Me serví una taza. Todavía estaba caliente.

--Nadamos en la piscina del hotel. Jugamos en la playa. Ella es bajita, morena, cálida. Me abrazaba y me besaba cada segundo.

Se quedó en silencio.

Afuera, el hombre de la puerta verde no aparecía. Todo me parecía muy extraño. No sólo él no salía sino que tampoco nadie hacia las compras del día, le entregaba un diario o sacaba la basura.

--Tenía la cabellera negro azabache y era larga hasta la cintura –me miro sonriendo y casi animado –era hermosa.

--¿Que pasó al final?

--Cuando volvimos ella se fue a la casa de su marido y yo a mi departamento. Estaba vacío. Nadie reía, nadie hacía travesuras para que le prestara atención. Las plantas estaba marchitas. Algunas ya secas por la falta de agua.

--Al día siguiente fui, como todas las mañanas a la oficina. Ella llegó unos minutos tarde. A mi me parecieron siglos. Es más, no creí que volviera. Se comportó como si no hubiera pasado nada. Atendió el teléfono, contestó la correspondencia, puso en orden la papelería. Todo el tiempo estuvo alegre, dicharachera. A mi la angustia me mataba, quería saber que pasaba, que pensaba hacer, como seguiría lo nuestro.

--El personal no sospechaba nada. O tal vez hizo como que no se daba cuenta. ¿Quién lo puede saber?

Cien metros más allá de la puerta verde la luz de una linterna se prendió y apago tres veces. “Es Arik”, pensé. Prendí mi radio.

Un desagradable chistido anticipo sus palabras.

--Mamá confirmó el lugar del cumpleaños.

Otros chistido, esta vez más corto y el aparato quedo mudo. Lo apagué. “Inteligencia confirma que el hombre está adentro”, traduje para mi. Tal vez detectaron que usó su celular o tenían su línea de teléfono intervenida. Había que seguir esperando.

Dan miraba a nuestro alrededor mecánicamente. Por un segundo pensé que había sido un error elegirlo como compañero pero sin embargo su historia había despertado en mi cierta curiosidad.

--¿Cómo terminó la cosa? –insistí.

--Por fin pude hablar con ella a solas –me dijo. Sus dedos delgados jugaban distraídos con el papel de mi atado de cigarrillos.

--Me dijo que me quería, que conmigo había conocido el verdadero amor pero que tenía que seguir viviendo con el.

--Así pasaron varias semanas. Sólo nos veíamos en el trabajo. Cada vez que le reclamaba un encuentro lo eludía con elegancia y simpatía poniendo excusas tontas. Hasta que por fin tomé una determinación.

La puerta verde se abrió lentamente. Levanté mi cámara y con el teleobjetivo la enfoque. En el centro de la imagen apareció el rostro de una mujer joven y elegante. Decidida cerró la puerta con llave y presurosamente se alejó por una calle lateral. El lugar volvió a su aburrida soledad. Algo en mis entrañas me decía que el desenlace no estaba lejos.

Dan dejó pasar unos minutos y me preguntó.

--¿Sabés lo que hice?

--No. Ni idea.

--Un día cuando estábamos en el trabajo le dije que tenía una reunión y me fui a ver a su marido.

Ahora si consiguió despertar mi interés.

--Era una hermosa casa con jardín en Hertzlia. El era ingeniero y se dedicaba a adaptar autos para discapacitados. Un hombre verdaderamente inteligente que supo también hacer mucha plata. Vos sabes que allí no vive cualquiera. En la puerta estaba estacionado el auto importado que solíamos usar cuando ella se lo pedía.

--Tengo que confesar que tuve miedo. Es más, me llevó varios minutos decidirme hasta que al final toqué el timbre. Casi inmediatamente me atendió un hombre de rostro agradable cuya edad rondaría entre los 60 y 70 años. Fue tan rápido en abrir la puerta que pensé que me debía haber estado espiando por alguna de las ventanas del frente.

--Me invitó a pasar. La casa era suntuosa, más aún para Israel. Me ofreció un sillón en la sala para que me sentara y me preguntó si quería beber algo. Yo estaba de servicio y tenía que volver a la oficina así que me negué.

--¿Que puedo hacer por vos? –preguntó

--¿Ud sabe quién soy?

--Por supuesto. El jefe de mi mujer.

--Nosotros tenemos hace unos años un romance –le dije de sopetón.

--Ya sabía –me sonrió.

Abrí levemente la ventanilla para tirar mi décima colilla. Las sirenas de la calle se había apagado. El humo que había asomado casi toda la noche detrás de las colina se había convertido de blanco en negro espeso. “Ya deben haber apagado el fuego”, pensé. La maldita puerta verde seguía cerrada.

--Me sentí sorprendido –me dijo Dan que no interrumpió su relato. Hablaba lentamente, casi sin emoción.

--¿Y que piensa hacer? –le pregunté

--Nada, por supuesto.

--Pero yo la quiero para mi –le dije.

--Yo también –me contestó.

--La tiene que dejar ir. Si la quiere piense en su felicidad.

--Sos un hombre ingenuo Dan –se rió el hombre –Te aseguro que me gustas mucho pero no puedo negar que sos muy ingenuo. Espero no lo tomes a mal.

--Quedé descolocado y avergonzado. Me levanté para irme y me acompañó a la puerta.

--Cuando quieras volver mi casa es tu casa –me invitó con una sonrisa.

--Me subí a mi coche y volví a la oficina.

Dan quedó en silencio. Amanecía. A nuestro lado paso un taxi que se detuvo frente a la puerta verde. Preparé el equipo. La puerta verde se abrió. Un hombre rechoncho, bajito y algo pelado asomó la cabeza. Miró desconfiado a ambos lados de la acera. Ese fue su error. Las tres primeras fotos de frente salieron perfectas, la cuarta y quinta de perfil algo movidas y en la sexta solo se veía su espalda entrando al coche.

Prendí el motor y nos alejamos velozmente. Arik y un hombre que no conocía ya estaban esperándonos en el hotel.

--La lancha nos espera en veinte minutos –aviso el desconocido que se sentó al volante –se quedara en la playa sólo cuatro.

El tiempo era justo. Viajamos en silencio. Nadie me preguntó si había conseguido sacar las fotos. Dan, con la cabeza baja, seguía jugando con su arrugado pedazo de papel.

Para subir a la lancha tuvimos que meternos en el mar hasta la cintura.

En pocos minutos llegamos al “Davur” que nos llevaría a casa.

Sentí sobre nuestras cabezas, entre las nubes, un sordo y sostenido trueno. Segundos después a lo lejos comenzó el retumbar de las bombas al caer.

Nadie dijo nada.

Dan, todavía con los pantalones mojados, estaba acodado sobre la barandilla.

--¿Que pasó con la chica? –pregunté

--No la vi más. Pidió el pase a otra dependencia y hace ya meses que no se nada de ella.

Abrí un nuevo atado de cigarrillos y prometiéndome por milésima vez que dejaría de fumar, prendí uno.

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