martes, 31 de marzo de 2009

Rosa

Prácticamente se sentaron al mismo tiempo. Tal vez no en el mismo segundo y ni siquiera exactamente en el mismo minuto, pero si compartieron el mismo momento. Rosa en una mesa apartada cerca de la ventana y ellos en el centro del salón en un lugar para cuatro personas.

Los mozos corrían presurosos de las mesas a la cocina, tomando pedidos, llevando vajilla, vino y pan. El lugar era amplio, un poco bohemio, un poco campestre. En las paredes fotos blanco y negro retenían imágenes del pasado, en las ventanas macetas con plantas, del techo pendían bombitas de luz con una servilleta blanca haciendo de improvisadas pantallas.

A Rosa el lugar le gustaba y todos los meses, siempre el mismo día y a la misma hora, abandonaba su departamento donde vivía con su gato y se encaminaba hacia el lugar.

Esta vez pidió una copa de vino. No era usual en ella, pero esta vez lo hizo. Sus ojos vagaron por el lugar. Las parejas se reían, los amigos charlaban animadamente, los solitarios leían el diario. Sólo la pareja que entró con ella estaba enfrascada –cada uno por separado- en mirar su carta en silencio.

Eran gente ya mayor. Él era alto, delgado y adornaba su cara una blanca barba tipo candado. A través del brillo de sus ojos se podía espiar una persona inteligente. Ella era mas baja, mas gruesa y tenía un aspecto cálido, agradable, simpático.

“Que lindo”, pensó, con una mezcla de ternura y envidia, “que lindo sería envejecer así”.

Mientras tanto cuando por fin la pareja ordenó, lo hicieron sin palabras. Cada uno le señaló a la moza en la carta lo que deseaba. Ella con una sonrisa, él con gesto serio y formal.

No cruzaron palabra. No compartieron ni la bebida ni la comida. Uno tomó vino blanco, el otro tinto. Uno con soda, el otro con hielo.

Cuando llegaron los platos humeantes ella se dio cuenta que le faltaban los cubiertos y, con una seña, se los reclamó a la moza.

Él comenzó a comer. Se colocó la servilleta sobre sus pantalones, con una mano de largos dedos tomó un pan y cuidadosamente lo partió al medio. Ella miraba el vacío mientras esperaba paciente que le trajeran tanto el tenedor como el cuchillo.

Rosa pidió otra copa de vino y mientras comía soñaba. Ya no era una niña. Los años y algunos disgustos le habían dejado en su rostro muchas heridas y pocas cicatrices. Arrugas de expresión las llamaba. Su única compañía era el gato que –solo en el departamento- la esperaba. Su sueño siempre había sido ese. Envejecer con alguien. Salir a un cine, tal vez luego a cenar y volver a su casa caminado despacito, agarrados de la mano.

La pareja mayor, sin prestar atención, cenaba en silencio. Aunque parecía que no se miraban, en realidad si lo hacían pero nunca cuando sus ojos coincidían. Sus vistazos eran fugaces y huidizos. Durante la cena no se pidieron la sal, la pimienta o el pan. Él nunca le ofreció bebida y ella jamás le alcanzó el salero.

Rosa ya estaba terminando su segundo vaso de vino y -aunque después lo negaría- se estaba poniendo un poco triste. Comenzaba a sentir que la pareja cenando, no tan lejos suyo, era un objetivo de vida al que no llegaría nunca. Nunca tendría un novio, se casaría, tendría hijos y nunca -ya abuela con el pelo blanco- podría compartir una cena junto a su esposo.

La pareja, no sólo ya había comido el postre (flan con crema él y dos bochas de helado ella) sino que estaban esperando la cuenta. La moza se acercó y le dio a cada uno un pedazo de papel en blanco. El la abonó sacando los billetes de una lustrosa cartera que tenía en el bolsillo interior del traje. Ella con arrugados billetes de un monedero que rescató luego de revolver un rato el fondo de su bolso.

Rosa estaba terminando de cenar. Por la ventana miraba pasar las parejas abrazadas. En una esquina –bajo un farol- un grupo de muchachos bebían cerveza y reían sentados en la vereda.

Buscó a la moza para pedir la cuenta. No sólo su pareja ya no estaba sino que en su mesa no había ni servilletas arrugadas, ni vasos con restos de bebidas ni un mantel lleno de migas. Estaba impecable como antes de ser usada aunque, sin embargo, en el centro algo brillaba. Sin saber muy bien por que, trabajosamente –el vino le había hecho cierto efecto- se levantó y acercó a la mesa. Era un celular.

La moza pasó a su lado.

--Señorita –le dije—la pareja que estaba aquí se olvido su celular.

La moza me miró con una expresión que me pareció que era con la que se debía mirar a una loca.

--No puede ser, esta noche esa mesa no la ocupó nadie.

Rosa trastabilló hacia atrás, para no caerse se apoyó en la mesa. Dejó el celular en su lugar. Se quedó unos segundos inmovil hasta que, por fin, cabizbaja volvió a su lugar, pagó y presurosa -caminando en la noche- volvió a su casa.

Cuando llegó, el gato ronroneado se refregó contra sus piernas.

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