lunes, 16 de marzo de 2009

Víctor

La habitación comenzaba a oscurecer. Levante la mirada hacia el ventanuco. Por una de sus esquinas se veía la gente apresurarse -luego de otra jornada de trabajo- a sus hogares.

Me levante, busque mi sobretodo y abrí la puerta. El pasillo de la pensión estaba invadido de una música alegre y popular. Sus paredes estaban pintadas con el olor de años de pucheros y estofados hechos en las habitaciones. Baje por la escalera y abriendo la puerta salí a la calle.

Se había comenzado a levantar un poco de viento. Llegar a la plaza me llevo unos minutos y buena parte de mi aliento. Me senté en uno de sus bancos y lentamente comencé a relajarme. Había bastante movimiento: chicos que volvían de la escuela, mujeres cargando las bolsas de sus compras y hombres arrastrando los pies con aspecto rutinario y cansado.

De pronto -enfrente mío, en diagonal, un poco mas lejos- percibí una persona ya mayor que no sacaba de mi sus ojos.  Al principio traté de no mirarla pero su presencia era insistente. Por fin cuando tomé la decisión de enfrentarla con la vista el banco estaba vacío. Extrañado mire para todos lados. No había nadie.

Me levante incomodo y tome el camino de vuelta a casa. Los faroles de la calle ya estaban prendidos. El viento hacia remolinos con las hojas de la calle.

Abrí la puerta de mi cuarto, entre a mi habitación sin prender la luz y me senté en el borde de mi cama. Quede así inmóvil y absorto largo rato.

Por fin, el ruido de la frenada de un coche, me llevo a la ventana. Sólo había sido un coche esquivando un perro sin dueño. En la esquina estaba el hombre de la plaza. Flaco en su sobretodo oscuro, con expresión adusta bajo el sombrero, apoyado en la pared, fumaba un cigarrillo.

Esa noche me quedé dormido sobre la alfombra con una botella de vodka en la mano y volví a soñar.

-=0=-

La puerta de entrada tembló bajo sus repetidos golpes. Yo estaba asustado. Nadie en la casa abría. Me acerqué a la puerta y giré la manija parándome en puntas de pie para alcanzarla. Tras la puerta, dos señores de negro llenaban todo el marco. Eran muy altos y fuertes. Sus grandes sombreros dejaban sus caras ocultas en las sombras.

Sin mirarme se introdujeron en la casa. Mis padres estaban temerosos. Mi mamá, nerviosa, se secaba interminablemente las manos en su delantal. Mi papá, de pie, estaba paralizado, con el diario en su mano y no levantaba los ojos.

Yo inmóvil escuché el ruido de ellos dando vuelta todo. Mi oso de paño quedó en el suelo con las piernas hacia arriba. Las fotos de mamá sobre la cama junto a la caja donde las guardaba. Los escritos de papa quedaron revueltas y manchadas de tinta sobre su escritorio.

--Uds. no cumplieron con la ley –aseguró el señor del bigote.

--No se que pasó --se disculpó cobarde mi padre señalando la mesa— las ofrendas deberían haber estado allí.

--No eran ofrendas sino un símbolo –rectificó mi madre— juro que yo misma lo lavé y lo colgué de la pared.

Yo me acurruqué en un rincón, entre la cómoda y el cristalero. Tenía miedo. Intuía que esos hombres eran malos y tenían el poder de destruir el mundo de papá y mamá. Hacer desaparecer mi casa, mi escuela y mis amigos. Despacito fui levantando mi pulgar a mi boca y comencé a chuparmelo.

Luego de un rato, más tranquilo, me levanté de mi refugio. Mi mamá en la cocina cantaba, mi papá con la televisión prendida leía el diario.

Abrí la puerta y salí a jugar. Afuera el sol brillaba cruel sobre la arena del desierto.

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