jueves, 16 de abril de 2009

El enemigo íntimo

No puedo decir que no recibí suficientes advertencias. Por supuesto que nada fue tan dramático como el desgarro del velo de un templo o una plaga que azota los cultivos de todo un pueblo. No, fueron pequeñas cosas, insignificancias, algunas sensaciones y tal vez -donde no debería estar- algún objeto carente de todo valor.

Lo primero que recuerdo es una pesadilla que me abandonó al amanecer con el alma pesada y la mente en negro. No era la primera vez. Detrás mío demasiados juegos inconclusos, demasiado amigos y enemigos ausentes que porfiadamente no sólo se negaban a abandonar la partida si no también a concederme una victoria –por pequeña que sea- o compartir mis derrotas.

La cafetera tosía sus últimas bocanadas de vapor mientras se calentaban las tostadas. Tras la ventana, sudestada. Mientras el cielo se llenaba de nubarrones grises y algunos relámpagos pintaban frituras en las noticias de la radio yo comenzaba a resbalar hacia mi propio interior en esa actitud pesimista y agorera que me había hecho famoso tanto entre mis superiores como en mi propio equipo.

Ese día (especialmente ese día) elegí para portar una Ballester Molina 11,25 que fue regalo de un oficial de la guerra del Golfo con el que compartí muchas cervezas, algunas mujeres y poca información. El arma tenía las cachas de madera y –según me contó- había servido en la segunda guerra mundial a un oficial judío muerto al frente de su unidad durante la liberación de un campo de concentración cerca de la ciudad de Dresde.

“Si sigo las reglas nada puede salir mal” pensé obsesivamente mientras me ponía el chaleco de kevlar que había recibido como parte del equipo reglamentario para trabajar en el exterior. Aunque si se daña -pensé con una sonrisa torcida- seguro me lo van a descontar de lo poco que queda de mi aguinaldo y vacaciones.

La tercera señal fue la más clara y definida. A poco de salir de mi casa –así siempre llamaba yo al lugar donde la noche anterior había dormido- vi estacionado un Lincoln negro del año 61. Estaba vacío y -curiosamente para ese lugar y en ese momento- parecía abandonado. Como hasta los chicos saben que pasó, hace muchos años, en un coche similar en la ciudad de Dallas ya no me quedó ninguna duda. Palpé mi arma en la cintura, acomode mi chaleco debajo de la camisa y corbata y -respirando hondo- seguí caminando hacia lo que suponía era otro futuro incierto.

Craso error.

Aquí me parece importante aclarar en forma definitiva y terminante que yo no tenía la menor idea de quienes podían ser los que me amenazaban ni que querían. Hacía unos años habían habido unas operaciones en Damasco que no salieron del todo bien y dos bajas en nuestro equipo sembraron algunos resentimientos. En Beirut sin embargo -si bien no tuvimos pérdidas- un idiota rompió las reglas y dejó mi nombre y el de un segundo –esos nombres- expuestos no sólo a la ira de sus dioses. En Jerusalén el corto amorío con la esposa de un compañero y en Buenos Aires un error estúpido en un tiroteo dejaron cicatrices sin cerrar.

No se si fui claro, pero no quiero que ahora -que no tengo nada que perder- se me acuse de mentir o falsear la realidad para salir –de alguna manera- favorecido. Aunque es un secreto, quiero que todo el mundo sepa que soy un oficial en ascenso y reconocido por sus superiores. Que si hubiera servido en otro ejercito ya habría sido condecorado y sobre todas las cosas quiero dejar aclarado que todo lo que se dijo y escribió sobre mi fueron mentiras inventadas por cierto tipo de prensa, adversarios políticos y compañeros envidiosos. En los juicios nada se pudo probar ni sobre excesos ni saqueos y siempre recibí el negado respaldo de mis superiores.

Ya había reconocido claramente la tercera señal y –si bien todavía no tenía ni sujeto ni motivo- sabía que uno de mis destinos venía a mi encuentro. Sin embargo mientras caminaba mirando a derecha e izquierda me reí solo. “Tal vez me encuentren pero esta vez también me voy a llevar a varios conmigo, como aquella vez en el kibutz Metzer en Naplusa”, pensé.

Todo pasó cuando ya había llegado a uno de esos barrios de la zona sur de la ciudad donde las aceras son anchas, los árboles altos y las calles adoquinadas.

El hombre que se acercaba hacia mi -como mirándome a los ojos- por la misma vereda también vestía traje. Disimuladamente saque el seguro de mi arma y –a pesar de la distancia- vi que el hacía lo mismo. Ya no lo pensé más, disparé dos veces mientras me zambullía en un zaguán donde quedé unos segundos tratando de recuperar de la adrenalina el aire robado.

Con las dos manos en el arma me asome cuidadosamente. Mi atacante también me espiaba desde la entrada de una casa en la distancia. Volví a protegerme y quedé con la espalda apoyada contra la pared descansando. Unas gotas de sangre mancharon las baldosas. El hombro izquierdo de mi traje y el pantalón a la altura del bolsillo derecho se habían ensuciado con una sangre tibia y espesa.

Parece mentira pero lo que más me molestó en ese momento fue no saber si quién me atacaba era un amigo o enemigo. Tal vez -para quién no estuvo en mi situación- no le parezca un tema tan importante que dedo dispara aquello que marcará el fin del camino pero para mi todavía lo era.

En la vereda de enfrente había un coche estacionado que podía ser no sólo un excelente refugio sino también un buen lugar desde donde dominar al desconocido.

Luego de unos minutos me decidí. Haciendo un gran esfuerzo por el dolor en mi hombro y pierna derecha salí del zaguán y mientras buscaba un nuevo amparo le disparé tres tiros más a un astuto enemigo que también se movió.

Llegué.

La patada de una mula había hecho desaparecer la respiración de mi pecho y sospechaba que también algunos latidos de mi corazón. Mi chaleco antibalas tenía una rotura justo en el medio y dos nuevas manchas rojas ensuciaban mi traje.

“Le dí al maldito”, mascullé por lo bajo. Sin embargo a pesar de haberle causado un daño considerable –cinco impactos de ese calibre nunca son broma- el tirador no abandonaba.

No podía ser la gente de Beirut ni Jerusalén porque todavía no podían saber que yo me había ido. Ni tampoco los de Damasco o Buenos Aires porque –ni a mis superiores había avisado - no podían tener el dato que yo ya había llegado.

Él jugaba un juego conmigo que me pareció infantil y perverso: aparecía y se escondía cada vez que yo lo hacía. Y aunque se movía para el mismo lugar que yo, al mismo tiempo y disparaba su arma junto conmigo, supuse que al final –como siempre- cometería algún error que me permitiría sacarle una definitiva ventaja.

A mitad de camino entre los dos –cruzando la calle- había un farol con una base de cemento. Un buen lugar para definir el encuentro y juntando las últimas fuerzas que me quedaban salí de la protección del paragolpes del coche trotando en cuclillas hacia mi nuevo objetivo.

El desconocido hizo lo mismo. Disparé dos veces y al mismo tiempo sentí un feroz golpe en mi hombro derecho y en mi brazo izquierdo.

Llegamos junto a la base del farol. Cada uno de su propio lado. Yo ya estaba agotado. Pensé que ya no era joven y que tal vez me había equivocado cuando no acepté el retiro voluntario que me habían ofrecido.

No tenía fuerzas para sostener nada en la mano y el arma cayó ruidosamente a la vereda. “No importa, igual sólo me quedaba una bala” pensé con cierta amargura.

Me costaba respirar y una inexplicable debilidad me invadía. Tenía ganas de dormir. Ya estaba harto de jugar. Sólo quería apoyar la cabeza sobre la sucia vereda y descansar largo y tendido. Reponerme un poco. Solo cerrar los ojos un ratito.

Con lo que me quedaba de fuerzas me incorporé y me asomé de mi defensa de cemento. Un hombre de traje ensangrentado me miraba. Levanté la mano para que vea que no estaba armado. Hizo lo mismo.

Sonreí y él hizo una mueca frente a mi cara.

“Que extraño”, pensé mientras apoyaba mi mejilla en las baldosas de la vereda, “es muy parecido a mi cuando me afeito”.

Estaba contento. No se la había llevado de arriba. Le había dado su justo merecido. No importa si no sabía quién era ni que quería, yo había cumplido con lo mío.

Relajado miré la gente que temerosas se agrupaba a mi alrededor. Escuché a lo lejos las sirenas de la policía acercándose al lugar y por fin quedé dormido.

 

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