lunes, 11 de mayo de 2009

El Gran Capitán

Cuando llegue al anden comenzaba a oscurecer y la formación ya se había puesto en marcha. Apurando el paso conseguí trepar al estribo de ultimo vagón cuando me estaba quedando sin aire. Me desplome en mi asiento agotado luego de atravesar varios pasillos saltando sobre bolsos, paquetes y jaulas.

"Bien. Hasta ahora todo va saliendo bien", pensé esperanzado. El reflejo de las luces de la carretera escribían una monótonas historia en las ventanillas.

Me acomodé en mi estrecho lugar y rápidamente me dormí.

Me desperté alarmado. Todo estaba oscuro. El silencio era opresivo. Nos habíamos detenido.

Despacio, tratando de no molestar a nadie salí afuera, a una oscura nada sin luna en la mitad del campo. Solo se escuchaba algún grillo trasnochado y el runrun del motor diesel de la locomotora.

Baje del vagón y camine buscando el motivo de la  demora. No encontré nada. Las vías delante de la locomotora estaba libres, las señales luminosas verdes. En la máquina todas las luces estaban prendidas pero no se veía a nadie.

"Deberían estar los maquinistas" pensé pero por prudencia no subí a mirar.

Nadie mas bajo del tren, nadie se acerco a preguntar nada ni a exigir airado que reanudáramos el camino.

Yo, sí o sí, tenia que llegar a Posadas.

A lo lejos, como naciendo del horizonte una luz apareció haciendo juegos azarosos y erráticos.

Posadas era la ultima oportunidad que me quedaba. El hombre que me esperaba allí, en el anden era el único que podía prestarme el dinero necesario para que yo pudiera comprar el tiempo de vida necesario para poder volver a jugármela otra vez en un emocionante todo o nada.

La luz que nació del horizonte crecía lentamente. “¿Sabrán que estoy en este tren, me habrán encontrado?”, me pregunté mirando fijamente sus arabescos en el negro paisaje, “¿cómo hicieron para detenerlo?”.

En un tiro de dados, esta vez me había metido con los tipos equivocados. Los plazos se habían vencido. Las advertencias agotadas. Había una última cosa que ellos podían tomar de mi y sólo el hombre del anden de Posadas podía evitarlo.

La luz -como mágicamente- se partió en dos y el ruido de un camión comenzó a dejarse oír. A pesar del fresco comencé a transpirar. El tren no se movía. Nada, aparentemente, lo estaba deteniendo. Todo parecía como muerto: los  pasajeros durmiendo, los maquinistas ausentes.

La camioneta seguía avanzando firmemente hacia nosotros.

No supe bien que hacer.

¿Subir al tren, esconderme en el campo?

Cuando la camioneta llego me sorprendió paralizado. Del asiento delantero bajaron dos hombres, del trasero unos chicos y una señora que -charlando animadamente entre risas y gritos de alegría- subieron al primer vagón.

El silbato del Gran Capitán anuncio su partida.

El campo se pintó con el cantar de los grillos y el croar de las ranas.

Me subí al tren y desde el estribo respire -por primera vez- el aire fresco del campo.

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